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Acerca de

ME CONVERTÍ EN CORNUDO, PENDEJO Y MARICÓN.

PRIMERA PARTE
EUGENIO

"Cornudo", "Pendejo" y "Maricón", palabras que ningún hombre quiere adjudicarse; sin embargo, poco antes de los treinta años caí en la cuenta de que soy las tres cosas y que, además, seguiré siéndolo hasta el final de mis días. Sí, soy cornudo, pendejo y maricón, negarlo sería como tapar el sol con un dedo o engañarme a mí mismo. Para ti que me lees,  sé que te queda claro que soy todo eso y conforme vayas avanzando en este relato posiblemente pensarás que autonombrarme así es poco para lo que realmente soy.

 

​   Desde muy pequeño me di cuenta de que mi pene no era normal; su pequeñísimo tamaño contrastaba con el de niños de mi edad; además, cuando entré a la pubertad noté que, a pesar de que me excitaba, no lograba tener una erección. En pocas palabras, desde siempre he sido Pito Chico (mide tres centímetros) y además impotente, por lo cual en mis cuarenta y tantos años de vida nunca he podido penetrar a una mujer. Muchos, apiadados de mi carencia de hombría y de mi patética situación, me sugieren especializarme en procurar placer con las manos y la boca; no obstante y para acabarla de amolar, también soy sumamente torpe y, cuando he intentado masturbar o lamer a una dama, acabo lastimándola o, en el mejor de los casos, aburriéndola con mis inocuas caricias. Por esa razón, tuve muy pocas novias y quienes se animaron a andar conmigo pronto se dieron cuenta de que como hombre no servía para nada, terminando por dejarme a los pocos días.

   

 

 

 

 

 

   La falta de experiencia, pues ninguna quería nada conmigo, aunada a que mis genitales sólo sirven para orinar, reforzaron mi condición de poco hombre y quizá el peor amante que haya existido jamás. Yo mismo me cansé de buscar a mi media naranja, hastiado de tantos rechazos e, incluso, burlas por parte de las chicas a quienes pretendía. Los chismes corren más rápido que la luz y mi fama de impotente y Pito Chico pasó a ser del dominio público; podía escuchar las risas a mis espaldas y las miradas socarronas de hombres y mujeres, mismas que aprendí a ignorar o, simplemente, a hacerme de la vista gorda. Finalmente, si me tachaban de tener un micro pene de ridículo tamaño o de pito inservible no hacían más que decir la verdad.

 

   Me recibí como periodista y, al salir de la universidad, tuve varios trabajos como ayudante de redacción o corrector de estilo, hasta que logré contratarme en una publicación semanal como reportero. Ahí fue donde la vi por primera vez. El amor de mi vida...

 

   La miré de espaldas, sentada en una de esas sillas de oficina que sólo tienen un tubo que une el respaldo con el asiento, por lo que la cintura y parte de las nalgas de quien se sienta quedan a la vista de cualquiera que se pose detrás. Era imposible despegar los ojos de su redondo culo, un par de enormes y generosas nalgas que descansaban en ese cojín que apenas lograba acapararlas. Ese imponente nalgadar contrastaba casi de manera imposible con la breve cintura de la hermosa mujer de pelo corto que tecleaba rápidamente en la computadora que tenía delante. Siempre pensé que quien decidió que la poseedora de esa preciosa cola se sentara en ese preciso lugar, de espaldas (por no decir: "de nalgas") a cualquiera que arribara a la redacción de la revista, debió haber sido un altruista depravado que sabía lo que provocaba ese paisaje a todos los admiradores de los buenos culos.

 

   No pude evitar frenarme, como queriendo que por mis retinas entrara toda esa lujuria que exudaban esas pompas gloriosas, deseando desde luego aprisionarlas con mis manos y lamer cada centímetro de su redondez. Incluso, un disparate vino a mi cerebro al detenerme por unos momentos a observar aquellas generosas carnes enfundadas en una ceñida y agradecidamente corta mini falda: Pensé que no habría muerte más dulce que morir asfixiado por los glúteos de esa dama; me imaginé acostado en mi cama, sin oponer resistencia ante la falta de aire por tener ese par de nalgotas sobre mi cara, ella sentada tecleando en una computadora imaginaria, con su blusa y su saquito de vestir, pero con el culo al aire sin el más mínimo atisbo de tela que interrumpiera el contacto entre sus redondeces y mi jeta de pendejo lamiendo lo que podía y sintiendo... sobre todo sintiendo el delicioso peso de esa maravilla con raya en medio, sin hacer el menor intento de apartarla, aunque la respiración se hiciera imposible, falleciendo feliz entre tanta carne... Incluso, me imaginé muerto en el ataúd, con una sonrisa estúpida en los labios.

 

   Mi libidinosa somnolencia fue interrumpida por un individuo con una prisa tan intensa que apenas se percató de que el golpe que me propinó a su paso tiró el portafolio que llevaba. El editor se llamaba Federico y la nalgona de mis sueños Paty, flamante asistente del hombre que se peleaba con unos papeles, rayándolos de rojo con furia, como si de esa manera fueran a cambiar las letras que subrayaba, tachaba o redondeaba. Me presenté con Paty, descubriendo que, además de ese portentoso par de nalgas, también tenía una cara hermosa, de ojos grandes y de forma similar a los dibujos animados japoneses que disfrutaba en la tele cuando era niño; su nariz es de un respingado casi perfecto, tanto que cuesta creer que no haya sido obra de algún codiciado cirujano plástico. La boca pequeña y la piel muy blanca estaban enmarcadas por una mata de cabello negro cortado al nivel de la nuca, como si dejarlo en un estilo levemente masculino fuera a desafiar el conjunto avasalladoramente femenino de la asistente del editor.

 

   - Eugenio... ¿verdad? El editor te está esperando, adelante.

 

   Yo quería el trabajo, pero más deseaba seguir contemplando aquella hermosa mujer, que calculé estaría a mediados de sus veintes y avanzada en coquetería, como si no fuera suficiente semejante belleza para no apartar los ojos de ella. Me resigné a pasar a la oficina y Federico apenas levantó los ojos para verme. Fue un momento incómodo, pues no sabía si sentarme o seguir de pie, esperando que el energúmeno me ofreciera descansar en una de las amplias sillas de vinil que estaban frente a su amplio escritorio.

 

   - Siéntate, siéntate... ahorita te atiendo-, dijo como haciendo el favor, como si mi presencia estuviera echando a perder el trabajo con el que el editor ganaría el Pulitzer. Obedecí, mirando alrededor, agradeciendo que las paredes de esa pequeña oficina fueran todas de cristal, pues eso me permitía seguir admirando a Paty, a excepción del muro detrás del editor, en el que se veían diversos reconocimientos y títulos periodísticos, obviamente pertenecientes a quien tardó cerca de veinte en dedicarme cinco minutos de su tiempo. Miró mi currículo, preguntando dos o tres obviedades, cuestionó mi disponibilidad y no se esforzó en ocultar la necesidad apremiante que tenía la revista de un nuevo reportero, pues me dio el trabajo enseguida, pidiéndole a su voluptuosa asistente que me enseñara mi lugar y me pusiera al tanto de los pormenores.

 

   Con una sonrisa, la que muchos meses después me enteraría de que era una puta consumada se levantó de su asiento y caminó delante de mí, consciente de lo que provocaban en todo hombre el bamboleo de esos preciosos glúteos, sabiendo que mis ojos volvían a posarse en ellos, pero ahora con una visión completa de esa curvatura casi grosera. La minifalda que, si hubiera sido un centímetro más corta, habría dejado a la vista el nacimiento de ese precioso nalgadar, se apretaba furiosamente a ese majestuoso culo, de modo que se veía claramente el espacio que se hacía entre los dos balones, sugiriendo la profunda cuenca que separaba esas pompotas y que acentuaba lo que yo siempre he calificado como una de las características del culo perfecto: el amortiguador independiente. Me explico: hay colas que al caminar suben y bajan al parejo, como si estuvieran unidas de tal manera que no se les permitiese mover una primero y la otra después. Lo que yo llamo culo de amortiguador independiente y que es indispensable para toda aquella dama que se precie de tener nalgas de campeonato, es aquel que posibilita que cada pompa suba y baje por sí sola, desplazándose de tal manera en que una nalga ascienda en tanto su contraparte baja, dejando que el afortunado observador presencie la maravilla de un nalgadar construido con tal fineza que cada una de sus partes poseen autonomía en sus movimientos. 

 

   Mis ojos increíblemente alegres contemplaban cómo esas imponentes nalgas se balanceaban libres y autónomas, a pesar del maldito yugo de la falda (y quizá la tanga, pues era evidente que bragas o calzones no traía), por encima de unas piernas desnudas sorprendentemente largas y bien torneadas, que terminaban cerca del piso en unas botas coquetonas de algo que parecía gamuza. Los amantes de las medias se hubieran sentido decepcionados, pues dichas piernas no tenían más cubierta que su morbosa y desafiante piel, invitante a tocarla, masajearla, lamerla...

 

   Tanta lujuria me impedía comprender las aburridas indicaciones que Paty despotricaba, relacionadas obviamente con mi nuevo trabajo y acompañadas generosamente, de vez en vez, por una sonrisa retante, casi socarrona. Una de esas sonrisas que te gritan: "Sí, soy una golfa, pero no creo que merezcas mi coño; soy una puta, pero no TU Puta". Esas sonrisas que te inhiben, que te hacen tartamudear y que evidencian que efectivamente eres un pobre pendejo que no está a la altura ni de las botas de imitación gamuza.

Mi cortejo con mi compañera comenzó el mismo día que entré a trabajar; decidí que una flor en su escritorio o una invitación a tomar un helado serían la llave para acceder a esa jungla de lujuria. Poco tiempo pasó para darme cuenta de que no sólo era esa potente atracción sexual, sino un amor genuino que germinaba en mi corazón, un deseo no sólo por ese cuerpo de tentación, sino también por esa alma cándida que podía adivinarse en las conversaciones que teníamos en la redacción o en el pequeño local de comida corrida frente a la editorial, al que la invitaba constantemente para siquiera sentir su cercanía entre órdenes de arroz y costilla en mole verde.

 

  Lejos de proponerle un acostón en algún motel cercano o, incluso, tomar una copa en algún bar de trasnochadores, mis invitaciones eran blancas, desprovistas de ocultas intenciones. Quería conocer su alma; aposté a que ninguno de aquellos buitres que la rondaban persistentemente buscaban el acercamiento con detalles rosas. Mi cortejo de amante a la antigua no sólo pretendía llegar a ella por una ruta inusual, sino también estaba consciente de que un acercamiento que desembocara en las sábanas de una cama estaba condenado al fracaso rotundo, dada mi falta absoluta de hombría y mi estupidez amatoria. ¿Cómo un portento como ése iba a aceptar a un guiñapo con pene minúsculo y, encima, fláccido? ¿Cómo esa dechada de sexualidad iba a ser consecuente con unos dedos inexpertos y una boca eróticamente inoperante? Mi problema no se remediaba con la pastilla azul, pues mi impotencia era casi legendaria y de nacimiento; tampoco con los consejos de un amigo campechano ni con el estudio de una película porno. Simplemente, no soy un hombre como tal, y había que aceptar eso antes de encaminar otra avanzada hacia la mujer que ya amaba con locura. No quería perderla y ni siquiera la tenía.

 

   Paty me trataba con cierta condescendencia, como quien le dice a un niño de tres años que sí para que deje de molestar. No manifestaba el menor interés en mí; lejos de eso, me platicaba de sus amores y anteriores novios. Yo no quería caer en la famosa friendzone, pero era eso exactamente lo que estaba logrando: ser un amigo y confidente.

 

   Al confesarle mis intenciones de tener un noviazgo serio con ella, siempre respondía con evasivas, como quien gusta del juego en el que está inmersa, pero no quiere dar el siguiente paso. Me sentía como que se pitorreaba de mí, como que le divertía mi acecho, pero no estaba dispuesta a formalizar nada. De hecho, en una ocasión y luego de un par de copas en algún evento periodístico al que acudimos juntos, se me ofreció descaradamente, pero yo no quería llevar la relación al plano sexual, por las razones ya conocidas. Me desconcertó su "apertura sexual", por no decirle putería, al estar dispuesta a darle las nalgas al que consideraba sólo su amigo, pero estaba tan eclipsado por su presencia, que le restaba importancia a las señales que, más con otros que conmigo, hasta un ciego hubiera detectado... signos de que era toda una golfa que no necesitaba ni el nombre del dueño de la verga que quería que le metiera.

 

   Me negaba a ver la realidad. Y es que el amor es el mejor cegador que existe; le restaba importancia a las múltiples llamadas que recibía de misteriosos "amigos", a los besos casi en la boca (y muchas veces en la boca misma) que no tenía empacho en prodigar a todo macho que llegara de visita a la redacción. Me obligaba a ignorar los diferentes automóviles que pasaban por ella a la editorial, siempre con hombres distintos al volante que la saludaban como si fuera no una novia, sino una callejera que acepta un cliente en su esquina. Me negaba a ver los descarados besos en los labios y las manos que sin pudor manoseaban su trasero al subir a esos coches; incluso, me llamó particularmente la atención uno de esos "amigos" que, caballerosamente, le abría la puerta del coche, nalgueándola con desfachatez sin que ella pusiera el menor reparo.

 

   Lo aceptara o no, finalmente no era de mi incumbencia, pues la putona de mis sueños no era más que una amiga a quien yo cortejaba sin el menor recoveco de entrada a su intimidad. Yo estaba para escucharla, no para recriminarla. Por eso y por mi negación de los hechos evidentes, continué pensando que todo era producto de mis celos y decidí no comentarlo con nadie. No obstante, al darse cuenta de mi interés serio y romántico por ella, algunos compañeros de trabajo me insistían en que dejara de lado ese acoso amoroso, que no era para mí y que no me convenía; muchos (y sobre todo muchas) le llamaban "Puty" a sus espaldas, apodo que después corroboraría que le iba como anillo al dedo. Yo me negaba a aceptarlo y adjudicaba todo a las habladurías comunes en espacios laborales, mismas que se forman por la envidia o el resentimiento.

 

   Justo cuando estaba a punto de perder las esperanzas, mi vida dio un vuelco enorme luego de una noche de viernes en la que me pidió que la acompañara a su departamento. Salíamos de trabajar y nos preparábamos para el letargo del fin de semana, cuando me comunicó que tenía algo importante qué decirme. Yo no tenía auto, por lo que abordamos un taxi en el que le rogué sin éxito que me adelantara algo, pues nunca en los más de nueve meses que llevábamos trabajando juntos me había pedido que la acompañara a su casa. El trayecto de incertidumbre duró poco más de media hora, hasta que entramos a su apartamento en la zona de Lindavista, al norte de la CDMX.

 

   Paty vivía sola desde los diecinueve años, edad en la que logró independizarse de su familia para encarar la vida en la universidad, aparejándola con trabajos temporales y esporádicos con los que lograba salir adelante. Obviamente, para la fecha en la que me llevó a su reducto, el sueldo de la editorial pagaba cómodamente su independencia. El departamento era muy pequeño, de una sola recámara, un baño y una estancia en la que se antojaba imposible ubicar un comedor y una sala sin que se encimaran uno en la otra. La mujer que amo resolvió esto con una sala en escuadra y una mesa pequeña con dos asientos, suficiente para sus necesidades y las de algún ocasional visitante. Me pidió que me acomodara en la sala y que me sirviera lo que quisiera de lo que había en la diminuta cocina, mientras se dirigía a su habitación para "ponerse ropa más cómoda". Yo no podía imaginar qué sería más cómodo que aquellos leggins grises que enfundaban sus piernas y su redondo trasero; de tan ceñidos, más que tela parecía que le habían pintado de gris las piernas y las nalgas, dando un perfecto panorama de lo que serían esas nalgotas al natural, pues era evidente que no llevaba ropa interior. Poco después me enteré de que Paty jamás usa brassiere ni calzones o bragas; cuando mucho y en contadas ocasiones, hilos dentales que, al ver su diminuto tamaño, uno se pregunta si no es lo mismo ponérselos o no.

 

   Me serví una cerveza helada del refrigerador, gritándole que si quería una: "No me gusta la cerveza, gracias, pero te agradecería una coca de dieta". Destapé ambas latas y las serví en vasos, preguntándome por qué una persona a quien no le gusta la cerveza tendría más de dos docenas de latas en su frigorífico. Me acomodé en el sillón de lo que pretendía ser la sala y me aflojé la corbata, dejando el saco en el respaldo de una de las sillas del "comedor". Pasaron unos minutos para que me quedara de una pieza al ver aquello salir de la habitación: Mi descarada anfitriona salió con algo que aspiraba a ser un vestido y que luego me enteré de que es una de esas prendas transparentes que las mujeres usan en la playa para cubrirse luego de salir del mar y que, dada su costura completamente abierta, dejan ver absolutamente todo lo que está debajo, con la salvedad de que Paty no traía un bikini debajo, ni tampoco ropa interior común; de hecho, aparte de aquella diminuta prenda no vestía absolutamente nada.

 

   Por primera vez, pude ver con toda claridad el voluptuoso cuerpo de aquella mujer que me traía loco; evidentemente, primero admiré la parte frontal de su anatomía, deteniéndome en unas tetas pequeñas de espectacular redondez y pezones rosados de tamaño estándar, para luego bajar la vista a su monte de Venus: se observaba claramente la línea superior de su panocha cubierta por una delgada línea de vello, muy corta pero suficiente para constatar que fue modelada por alguien experto en depilación, una obra de arte mezcla de fineza y descaro. Su breve cintura terminaba en serpenteantes curvas que componían sus caderas y yo ya suplicaba que llegara el momento en que tuviera que ir al baño, para ver, por fin, ese culo tan adorado por mí por tantos meses, un culo que había sido el protagonista principal de todas mis chaquetas en la oscuridad de mi cuarto. Seguramente, te preguntarás cómo un impotente como yo puede masturbarse; pues sí, lejos de lo que la mayoría piensa, es factible obtener una eyaculación (y en consecuencia placer) de un pene minúsculo y fláccido. Desde adolescente, aprendí una técnica que fui depurando con los años para otorgarme placer a mí mismo: Se trata de frotarme el pene en círculos, como si fuera un grano, hasta obtener la venida. Dado el irrisorio tamaño de mi miembro y mis testículos, la cantidad de esperma que sale de aquel grano es convenientemente escasa como para limpiarla con un sólo kleenex; dicha técnica la empleaba casi a diario antes de dormir, dejando la imagen de esos glúteos como la última antes de dormir.

 

   Paty no se paró al baño hasta después de un rato. Antes se sentó junto a mí, lo suficientemente cerca para rozarnos ante cualquier movimiento; una de sus piernas descansaba en las mías y sus manos constantemente me tocaban, como para darle fuerza a su relato. Sus tetas estaban tan cerca de mí que podía ver como se balanceaban ante su diatriba, controlándome para no lamer esos pezones que se erguían más de lo que mi micro pene jamás ha podido. Si hubiera tenido el temple para razonar ante semejante avalancha de lujuria, me hubiera preguntado si la muy exhibicionista no se percataba de que estaba prácticamente desnuda ante su "amigo" o era una descarada perfectamente consciente de lo que provocaba.

 

   Al inicio de su perorata, hice un esfuerzo sobrehumano para tratar de entender lo que me planteaba; sin embargo, conforme fue entrando en el tema, llegué a olvidarme incluso de lo que me provocaba su piel en contacto con la mía y aquellas visiones dignas de mis chaquetas trasnochadas. La mujer que me había eclipsado desde el primer momento que la vi me estaba proponiendo que tuviéramos un noviazgo; aceptaba mis incesantes embates de amor y, en pocas palabras y después de meditarlo, estaba convencida de que yo era el hombre con el que quería compartir el romanticismo de su existencia. Lejos de estallar en júbilo, la declaración de aquella culona me sumergió en una somnolencia provocada por la imposibilidad del hecho y el reto enorme que se me avecinaba para satisfacer tamaño huracán de lascivia. Fue tal mi estupor que le pedí unos minutos para asimilarlo; salí del departamento y me senté en las escaleras del edificio con un cigarro encendido como único testigo de mi incredulidad. ¿Cómo iba a llenar esas nalgotas con mi patético grano?

 

   Después de calmarme un poco y terminar el Marlboro que se consumió en mis manos luego de apenas dos fumadas, me encaminé a la puerta. La descarada no tuvo ninguna precaución para abrir de par en par, dejando su cuerpo desnudo a la vista de cualquiera que pasara por el piso; la tela que la cubría, como ya expliqué, era más un adorno que un protector del clima y mucho menos de las miradas. Pasé, no sin antes voltear la cabeza para ver si alguien estaba presenciando la escena, con un pudor ajeno que ella desconocía por completo. Fue entonces que vi por primera vez esas estupendas nalgas en su estado natural. La tela sólo hacía más lujuriosa la visión perfecta de sus redondeces, de su "amortiguador independiente" y de la cuenca que oscurecía ese culo perfecto, separando en una simetría perfecta aquellos globos de carne mismos que, por su generoso tamaño y por desgracia, ocultaban por completo aquel ojete hambriento de verga, algo que en ese entonces ignoraba, pero que después comprobé con mis propios ojos cómo aquel agujero del placer devoraba (y devora) pitos de todos tamaños, como si cualquier cosa, dilatándose con una maestría que sólo da la práctica... y vaya que ese ano ha practicado mucho cómo ensancharse para recibir carne de macho.

 

   - ¿Aceptas o no? -, me cuestionó con un dejo de molestia, a lo que respondí con un apasionado beso tomándola de la cintura, procurando que mi explosión de felicidad no derivara en un acto sexual. Hice un titánico esfuerzo para no resbalar las manos por esa deliciosa cola que se me ofrecía libre y con todo derecho a palparla, el derecho que da el noviazgo, como si fuera un pasaporte virtual a conocerse dactilarmente. Otra razón para no hacerlo fue precipitar un acto que no iba a poder consumar; por eso, mi efusividad se limitó a hurgar con mi lengua los espacios húmedos de su boca... Un beso que no quería terminar, un poco por probar las mieles de la mujer amada y otro poco para callar sus posibles reclamos sexuales, invitaciones muy plausibles luego de nuestro reciente compromiso y desbordadas por la escasa indumentaria de mi flamante novia.
 

   Una parte de mí recriminaba mi estúpido proceder y la otra respiraba aliviada por haberme escabullido de aquel departamento y de aquellos brazos. El aire frío acariciaba mi rostro, ubicándome de nuevo en mi mediocre, pero tranquila realidad. Cuando su mano buscó en mi pantalón mi virilidad, deambulando sin éxito por un espacio demasiado vacío y difícil de horadar por mis movimientos de reticencia ante el ridículo y posible terminación abrupta de lo que ni siquiera había comenzado. "¿Qué te pasa?", preguntó, a lo que sólo balbucee algunas respuestas llenas de miedo, incongruencia y una penosa tartamudez. Le espeté algo así como que tenía que digerir el paraíso al que me había conducido, que me diera sólo ese fin de semana para asimilarlo y, entonces sí, entregarme de lleno al placer de hacerla mía, haciendo mutis antes de que emitiera una sentencia que me fuera imposible confrontar.

 

   Sábado y domingo no sirvieron de nada. Por más que intentaba idear una estrategia, una diatriba, un discurso que justificara mi absoluta carencia de hombría, llegaba siempre a la misma conclusión: esa fogosa hembra no aceptaría como novio a un pendejete con un grano por pene y que ni siquiera se le para. No había discurso efectivo ni oratoria pertinaz que absolvieran mi incapacidad viril. Llegué a la conclusión de que lo más que podría conseguir sería una expresión de sincera lástima por su parte, cocinándola con una pizca de comprensión y dos cucharadas de: "hasta aquí llegamos y espero que me entiendas". Desde luego que lo comprendería; sólo un necio no asume que una mujer que busca un hombre no puede conformarse con un pelmazo que no sirve como tal, que tiene aquello de ornato y para sus funciones mingitorias. ¿Qué íbamos a hacer como novios? ¿Tomarnos de la mano en un cine? ¿Jugar damas chinas con un par de tés de manzanilla? Yo hubiera sido feliz con esa perspectiva, pero era imposible que cualquier mujer aceptara enterrar su sexualidad por alguien que ni siquiera conoce bien. El fin de semana transcurrió entre tales intentos de confesar una realidad honesta, juegos de futbol y aburridos realities dominicales; conforme fue acercándose el lunes, mi miedo crecía como si el patíbulo me esperara. Intenté, incluso, hacer erectar mi vergüenza con un par de viagras originales y, por tanto, bastante costosos, combinándolos con un remedio casero medio esotérico que había leído por ahí y la manipulación extrema que hice de mi pene, tratando de revivir algo que nació muerto y que nunca resucitaría. Lo único que logré fue la venida de tres chaquetas y una tonelada de frustración y desasosiego.​
 

   Entre masturbaciones decidí que lo mejor sería hablar con ella honestamente; manifestarle mi condición y mi convicción por procurar ser un amante diestro con recursos distintos a la ordinariez de los genitales. Estaba dispuesto a consultar el Kamasutra, los tratados orientales y hasta la brujería de los chamanes, con tal de darle a aquella voluptuosa chica el placer que no había sido capaz de prodigar a nadie. En un exabrupto, dejé de ver en la tele una aburrida plática del reality entre dos concursantes, para salir y tomar el metro hasta la estación Juárez, caminé unas cuadras dispuesto a aprender las técnicas amatorias que se mostrarían en la gran pantalla del Palacio Chino, que presentaba como premier: "El imperio de los Sentidos", de la cual leí una reseña en la que se aseguraba el éxito del largometraje, por su honda y erótica proyección de las técnicas milenarias del coito entre los japoneses. Sin embargo, lejos de aprender o excitarme, las escenas violentas del film me provocaron náusea y me salí de la sala.

 

   Unos tacos de suadero con longaniza me quitaron el asco mejor que un dramamine y la sudorosa coca cola helada refrescó mi posición de confesar mis limitaciones a la mujer amada. Ciertamente, había muy pocas alternativas a eso; una de ellas era terminar yo mismo la insipiente relación, algo que no estaba dispuesto a hacer, pues prefería cinco minutos al lado de ella, aunque tuviera que soportar toda la burla que mi ausencia de hombría provocaba. Finalmente, el rechazo y la mofa habían sido compañeros de mi vida siempre y qué más daba una sorna más u otro rechazo que se acumularía en la inmensa lista de mi pantomímica vida romántica.

   

   Apenas alcancé el último tren de regreso a mi casa y el ajetreo de aquel suburbano me ayudó a menear las ideas que rebotaban en mi cabeza. Me di un baño al llegar, lo cual no fue la mejor de las ocurrencias, pues contemplar crudamente la pequeñez que se asomaba sobre mi pelvis sólo me regresó las ganas de vomitar. En una de las escenas de la sangrienta película que no terminé de ver, un nipón extremadamente activo en materia sexual pierde el pene mutilándoselo como ofrenda máxima del clímax al que llega en el orgasmo. No sé qué pasó después, porque esa fue la gota que derramó el vaso y me hizo escabullirme por los pasillos de la muy ornamental sala cinematográfica; no obstante, me hizo meditar una idea loca que me visita de vez en vez desde entonces: ¿Y sí me hiciera la Jarocha? No tener pene no es lo mismo que tener uno minúsculo; ante la carencia total de virilidad podría causar conmiseración, asombro y hasta asco, pero todo eso sería mejor que la burla hiriente que siempre he despertado hasta en desconocidos. Dejé de visitar baños de vapor y saunas, por las contenciones de risa y hasta las abiertas carcajadas que despierta mi mini "amigo". Pero no... nunca he tenido el valor de cortármelo, la palabra "eunuco" me produce depresión.

 

   A las diez de la mañana el sol que entra por los ventanales de la redacción dificulta la visualización de la pantalla de la computadora; por eso, nunca llego sino hasta después del mediodía, gracias a no tener horario y apegarme a esa libertad que tenemos la mayoría de los reporteros. A pesar de ello, el reloj de pared marcaba las 9:57 de una soleada mañana y yo descansaba en la silla de mi lugar de trabajo; mi único compañero era un vaso de unicel lleno de un café demasiado caliente para beberlo, y eso que lo había comprado hace ya más de veinte minutos con la señora de la esquina que también vendía pan dulce y tamales. Mientras cavilaba por qué sirven el café tan caliente en algunas partes, los tacones inconfundibles de mi nalgona comenzaron a sonar en la duela de la recepción; el eco que habitaba en aquel viejo edificio de la colonia Del Valle desempeñaba la función de avisar la aproximación de alguien que llegaba y esos tacones los había escuchado las veces suficientes como para adivinarlos de entre cualquier cantidad de zapatos.

 

   Me saludó con un tierno beso en los labios, pero sin ir más allá, posiblemente desconcertada aún por mi incomprensible escape de su departamento el viernes. No hice mayor aspaviento y me limité a teclear un par de notas en la IBM; dos horas después le pregunté con fingida calma si quería que comiéramos juntos, a lo que accedió de inmediato con una sonrisa. Decidí evitar la fonda y caminar un par de cuadras más al restaurante bar en el que se hacían las celebraciones de la compañía. Habría más calma para platicar y el piano que sonaba al ritmo de Clayderman seguramente encubriría mi vergonzosa confesión. Incluso, si ella se burlaba o me rechazaba abruptamente, mi amigo el piano minimizaría la divulgación de aquel fracaso.

 

   Pedí un martini, que nunca suelo tomar, y ella un vodka con jugo de naranja, que tampoco le había visto beber nunca. Se avecinaba una tarde de cosas nuevas, y vaya que sería novedad para ella. Esa noche, mi novia iría a un coctel de trabajo en un exclusivo hotel en Reforma, por lo que su atuendo era espectacular: pantalones de gasa entallados en la parte superior y acampanados en la inferior, que hacían juego perfecto con una blusa de amarre frontal y que dejaba al descubierto la cintura de aquella hermosa hembra ataviada toda de blanco, hasta los zapatos y la mascada que llevaba al cuello. Al entrar al lugar, sus turgentes nalgas hicieron voltear la cabeza a más de dos comensales; sus agresivas curvas, acompañadas del movimiento y la opresión bajo esa delgada gasa, daban como resultado la vista de un culo perfecto y, una vez más, el desparpajo de saber que cualquiera que mirara notaría que ni siquiera un hilo dental usaba bajo esa tela. Cínica, bamboleaba el bote a sabiendas de que la tela transparentaba un poco la evidente y provocativa desnudez de todo su cuerpo, pues tampoco llevaba sujetador y sólo había que acercarse por el ángulo adecuado para ver sus tetas en toda su redondez a través del escandaloso escote, ángulo que el mesero supo identificar muy bien y que ella, a pesar de que se percató de sus lascivas miradas, no hizo el menor intento por evitarlas y mucho menos por cubrir sus tetas, como si le satisficiera que aquel hombre se diera un banquete con sus senos y ella fuera la mesera que se lo sirve generosamente. Dos trajeados a dos mesas de la nuestra la miraban de reojo y la sabroseaban con sus comentarios que, por más que trataran de ocultar, todos podíamos adivinar, delatados por la carcajada con la que coronaban sus morbosidades.

 

   Aunque me incomodaba que varios buitres rondaran a mi novia y que ésta no se inmutara y hasta se podría asegurar que era quien los provocaba, mi concentración estaba absolutamente enfocada en mi patética confesión. Tres martinis que me supieron demasiado amargos me dieron valor; la charola que pedimos con quesos y carnes frías, que pretendía ser nuestra comida, estaba casi intacta cuando el mesero mirón se la llevó, pues tanto ella como yo sabíamos que el alimento era sólo un pretexto, no así la bebida que engrasaba la maquinaría de nuestras palabras. Cuando estaba frente a un expreso doble cortado y el cuarto martini, me decidí a hablar, pero ella se excusó yendo precisamente al excusado. Cruzó todo el restaurante para llegar al toilet de damas, meneando el trasero con coquetería y sabiendo que casi la totalidad de ojos masculinos que habían en el salón se posaban en ese par de nalgas, incluso los míos que las deseaban con una mezcla de lujuria y melancolía. Podría jurar que la muy puta le sonrió provocativamente a uno de los trajeados impertinentes, pero la perspectiva que tenía de esa escena era demasiado mala como para aseverarlo; el giro de ciento ochenta grados de la cabeza de aquel hombre sólo podía significar una de dos cosas: o había reemplazado la discreción por el cinismo al verle directamente las pompas a mi novia o la sonrisa que creí ver le envalentonó para mirárselas.

 

   Una vez más no hice aspavientos cuando estuvo de regreso, aunque el trajeado le dijo algo ininteligible cuando pasó junto a él, el mesero le sonrío con un exceso de amabilidad y hasta el capitán se apresuró a separarle la silla y, de paso, tener una maravillosa vista de ese culo inclinándose para sentarse. La coqueta sólo agradeció con sonrisas y miradas, invitando evidentemente a seguir cortejándola, admirándola y sabroseándola e ignorando olímpicamente al pendejo que venía con ella...

 

   Sus ojos de Candy Candy y su boca de pecado se abrieron de tal modo que me alarmó tanta sorpresa en ella. Sé que no todos los días alguien confiesa que tiene enanismo de genitales adornado con una impotencia natal, pero su asombro me tensó; en pocas palabras, le confesé que de hombre sólo tenía la pinta que se me adivinaba vestido, pues desnudo muchos lo dudarían. Sin embargo, su reacción aunque sorpresiva no fue de molestia o enfado; más bien se acercaba a la curiosidad y al morbo.

 

   - ¿Cuánto mide?

   - Tres centímetros.

   - No friegues... ¿en serio?

 

   No hay nada más humillante que tener que repetir lo que nos avergüenza y yo lo reiteré cinco o seis veces ante la estupefacción de Paty; no obstante, yo seguía esperando que terminara la relación, ya sea agarrándose de que no se lo dije el viernes para justificar su molestia o acompañando aquella culminación del recién nacido noviazgo con un dejo de compasión y de amistad, reivindicando al decir que habíamos equivocado al tratar de profundizar en nuestra relación y que ser amigos era lo mejor para nosotros. Había escuchado eso muchas veces en los últimos años, pero no fue lo que ella manifestó esa tarde; por el contrario, parecía divertirle mi carencia de virilidad, como si le hablara de algo muy extraño pero chistoso, que hacía incontrolable su risa. Afortunadamente, el piano evitó que los trajeados y el resto de los clientes escucharan nuestra plática, no así el mesero que nos visitaba excesivamente para limpiar un cenicero vacío o un mantel impoluto, que ya había aseado varias veces. Seguro, el mesero se enteró de mi patética conversación, pero pareció interesarle más el par de tetas que mi novia le mostraba con generosidad.

 

   El colmo vino cuando me dijo que se lo enseñara. Obviamente, me negué y, además, no había dónde mostrarlo, a sólo que quisiera completar el espectáculo que ella misma había iniciado con sus turgentes formas y su vaporoso atuendo. Con una súplica coqueta me rogó que fuéramos al sanitario para que fuera testigo de lo que aseguraba, insistiendo en que todo era una broma de mi parte para amenizar la comida. Seguí negándome hasta que sin mi consentimiento la muy indiscreta le preguntó al capitán si nos permitiría entrar juntos a uno de sus baños, alegando una situación médica; el hombre asintió de inmediato y nos condujo a un sanitario privado. No me quedó más que bajarme el pantalón y los calzones, mirando fijamente la reacción de quien creía sería mi ex una vez que saliéramos de ese sitio.

 

   La carcajada no pudo ser más estrepitosa; mi micro pene apenas sobresalía de la pelvis y mis pequeñas bolitas se distinguían más por su color oscuro que por su escasa protuberancia. No pudo evitarlo y lo tocó, hincándose ante semejante vergüenza y hablándole como si fuera un bebé, mientras lo acariciaba como se mima a un Golden Retriever recién nacido; antes de levantarse, le dio un beso asquerosa e innecesariamente tierno, con lo que me hizo sentir la persona menos masculina del mundo. Sin embargo, al levantarse me besó los labios apasionadamente, casi con lujuria, mientras yo permanecía con los pantalones abajo y aquella miseria expuesta; no pude más y por primera vez en mi vida agarré sus nalgas, apretándolas con fuerza, sintiendo todo ese exceso de carne que mis manos no podían abarcar, permitiéndome el arrebato de bajar el pantalón de gasa blanca y descubrir lo que ya varios sabíamos perfectamente: no traía absolutamente nada abajo. Me excitó su descaro y le dije "eres una puta", sin pensar en las consecuencias; una sonrisa y una lengüeteada en los labios fueron su respuesta, como si aquel insulto fuera más bien una descripción aduladora de su condición de mujer. No hizo el menor intento de cubrir su desnudez inferior cuando tocaron a la puerta preguntando si todo estaba bien; sólo así me di cuenta de que llevábamos más de veinte minutos en ese pequeño receptáculo acondicionado como baño. La exhibicionista abrió, teniendo siquiera la precaución de asomar sólo la parte superior de su cuerpo: "En seguida salimos, señor", fue su respuesta, nos acomodamos la ropa y nos dirigimos a la mesa entre risas; había demasiado por qué reírse después de esa encerrona.

 

   Se hacía tarde para el evento al que mi todavía novia debía ir por la noche, por lo que nos despedimos rápidamente, no sin antes ofrecerme a acompañarla, aceptando su negativa para no dar pie a habladurías, pues en la oficina no se permitían las relaciones personales. Me conformé con ver alejarse esas preciosas nalgas en su acostumbrado bamboleo, regalándome una última panorámica al empinarse un poco para subir al taxi.

 

   Nuestro noviazgo siguió de la misma forma durante tres o cuatro semanas, como si mi patética condición no existiera o nunca se la hubiera confesado. Salimos al cine, a cenar, a bailar... incluso, una noche me quedé en su apartamento, pero estábamos tan ebrios después de varias charandas en un bar de especialidades mexicanas que ninguno de los dos recuerda cómo terminamos la noche. Despertamos juntos en su cama; yo todavía con mi ropa y ella totalmente encuerada, boca abajo para mi suerte y con el incipiente sol calentándole el hermoso culo al alcance de mi mano. Lo acaricié sintiendo que la excitación emergía en mí de inmediato, toqué su ojete masajeándolo en círculos, sorprendido porque la mitad de mi mano desaparecía entre esas hermosas carnosidades. 

 

   Aún dormida, pero sintiendo el asedio de mis dedos, abrió las piernas mostrando su pepa roja y palpitante, abierta, invitante para recibir una verga de macho digna de aquel hueco húmedo y caliente. La toqué levemente, adivinando que la pequeña protuberancia que asomaba era su clítoris; deprimido no pude evitar compararlo con mi micro pene, dado el parecido en el tamaño y forma, sólo levemente más pequeño que mi grano. ¿Qué clase de marica tiene una miseria de miembro que puede compararse con un clítoris..? Bueno, pues ese marica soy yo. Y ahí estaba: un poco hombre impotente con un culo de campeonato en sus manos y sin poder hacer nada con él.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

   Una tarde de domingo en la que no teníamos proyectado nada especial, pasé por ella para llevarla a desayunar a un nuevo restaurante especializado en hot cakes; aunque Paty está permanentemente a dieta desde que la conozco, su kriptonita son los postres y, en general, la comida dulce, por lo que no pudo resistirse al manjar lleno de miel que le esperaba. Al terminar, nos fuimos a un café frente al parque México, en la Condesa, y el tema vino a colación de manera espontánea. Me preguntó que si podíamos hablar, ya que tenía muchas dudas. Le dejé en claro que, dada mi impotencia y ridículo tamaño, me es imposible penetrar una pucha o un culo. La sorpresa volvió a su semblante cuando cayó en la cuenta de que seguía siendo virgen y que lo sería el resto de mi vida... al menos del pene.

 

   Esperando lo peor, quise adelantarme a una penosa retirada por su parte, diciéndole que entendía que no quisiera seguir conmigo, que al ser una mujer joven y hermosa era injusto atarse a un poco hombre sin virilidad. Poniendo toda la carne en el asador, le plasmé también mi torpeza con dedos y boca, narrándole las nefastas experiencias con las escasas novias que tuve. Le conté cómo me cortaban a los pocos días por mi falta de hombría y mi carencia de pericia para provocarles placer de cualquier manera y con cualquier parte de mi cuerpo. La cara de Paty parecía congelada, sólo se movía para asentir a mi relato mezclado con una explicación que nadie me había pedido. Cuando incursioné en el tema de la amistad y que estaríamos mejor como amigos, me detuvo de golpe asegurando que no tenía ningún inconveniente en seguir siendo mi novia, a pesar de mi inoperancia como varón; incluso, estuvo dispuesta a sentir mis torpes caricias e intentar guiarlas para provocarle placer. Mi felicidad no podía ser mayor, tanto que un helado de vainilla acabó en la sudadera que mi novia portaba esa mañana soleada de domingo. Cabe destacar que a mi felicidad se unió la calentura cuando, por mi estupidez, la curvilínea novia que me había aceptado con mis carencias se quitó la prenda manchada; traía debajo una de esas playeras de basquetbol con delgadas tiras sobre los hombros, visiblemente más grande que su talla, por lo que la mitad de sus tetas libres de sostén se asomaban pícaras por los costados de la remera. No hice comentario alguno y seguimos platicando, hasta que un brusco movimiento provocó que una de esas chiches se saliera por completo, dando un espectáculo gratuito al resto de las personas que departían en la cafetería. Le indiqué el incidente y, sin apenarse, simplemente la guardó nuevamente, como cuando a alguien se le caen las llaves y las recoge sin el menor reparo. Me seguía preguntando si mi novia era descuidada, exhibicionista, inocente, naturalista o simplemente una puta hecha y derecha.

 

   La relación siguió y nuestros acercamientos, al principio esmerados por parte de ambos para enseñarme a tocarla, se volvieron cada vez más esporádicos. Ninguno de los dos manifestaba un interés real en acercarse muy frecuentemente, aunque las razones eran evidentemente distintas. Yo me avergonzaba de mi ausencia de virilidad y pericia para tratarla, por lo que la excitación que me provocaba su cuerpo salvaje se inhibía de inmediato cuando se calentaba y no encontraba lo que buscaba. Ella obviamente evitaba las aproximaciones eróticas por la frustración que le provocaba estar con un impotente de pene diminuto, que aparte era torpe para procurarle placer de otras maneras.

 

   Al año de relación ya era casi inexistente nuestro idilio sexual, aunque mi amor por ella seguía creciendo desde el primer día. Quise rejuvenecer una pasión que nunca existió trayendo a la cama dildos, consoladores y vibradores. En un principio era yo quien se los metía por pepa y culo, pero la lastimé varias veces y de manera más grave que con los dedos, dada la morfología de aquellos artilugios. Fue especialmente humillante cuando me percaté de que, por las noches, cuando me quedaba con ella, esperaba a que supuestamente me durmiera para darse placer con aquellas vergas de plástico que tenían más hombría que yo. A los pocos meses, la cínica ni siquiera se molestaba en ocultarlo, penetrándose con aquellos artefactos, incluso, mientras veíamos televisión. Cuando me ofrecía a participar, respondía algo así como: "Mejor sigue viendo la tele". Y las humillaciones no harían más que crecer con el tiempo... y de qué manera.

 

   Empezó a referirse a mi pene como "grano", vocablo que hasta la fecha utiliza. Que yo recuerde, la puta de mi esposa jamás ha utilizado la palabra "verga" o alguna similar para referirse a mi diminuto miembro y yo mismo estoy de acuerdo con eso; decirle "verga" a lo que tengo entre las piernas sería tanto como nombrar automóvil a un cochecito de juguete. Poco a poco dejó de ser cariñosa y comprensiva; se masturbaba delante de mí con aquellos juguetes y me conminaba: "Si quieres, tócate tu grano, pero no te me acerques". Obedecía y me sentaba a ver sus redondeces y  espasmos al llegar al orgasmo, algo que nunca he podido lograr con ella ni con nadie. Frotaba mi "grano" hasta lograr la eyaculación y sentía que mi novia empezaba a verme con asco.

 

   Pronto comenzaron también los extravíos, las ausencias prolongadas en las que nada sabía de ella; se perdía por toda la tarde e, incluso, por noches enteras, aduciendo al día siguiente alguna enfermedad de familiares que nunca había escuchado o amigas desconsoladas que urgían su presencia para platicar "cosas de viejas", como me decía cada vez que le slicitaba tibiamente explicaciones de su ausencia. En el fondo, temía enormemente que me estuviera poniendo los cuernos; los amigos que pasaban por ella a la oficina dejaron de hacerlo cuando comenzamos la relación, pero ella hablaba bajito por teléfono con ellos. Lo negaba, pero yo identificaba los últimos teléfonos marcados o llamadas recibidas con los de aquellos machos, pues ya tenía tiempo que había copiado su agenda para descubrir si me estaba viendo la cara de pendejo. Lo increíble es que, aunque comprobaba día a día que seguía hablando con todos ellos, la justificaba pensando que eran sus amigos y que nada tenía de malo una llamada.

 

   Hubo muchas señales de que la muy puta me ponía los cuernos, pero yo siempre las pasaba por alto o más bien me hacía pendejo. No quería perderla y el lavado de cerebro era tan efectivo que me engañaba a mí mismo y en ese tiempo podía jurarle a cuaqluiera que mi novia era fiel; al justificarla, lograba que mi cerebro la absolviera siempre y encontraba un pretexto para mí mismo que avalaba las extrañas ausencias, sus salidas intempestivas y los cuchicheos telefónicos. Hubo una tan evidente que confirma aquel dicho que reza: "No hay peor ciego que el que no quiere ver"...

 

   Se dio como al año de noviazgo, pocas semanas después de que celebráramos por todo lo alto el aniversario de nuestra relación. Paty me invitó a una reunión familiar que se realizaría en una hacienda por el rumbo de San Juan del Río, en Querétaro, misma que era propiedad de un tío que ella mentaba mucho: Alfonso. Se trataba de un hombre cercano a los sesenta años y que siempre había sido muy cercano a ella y sus hermanos; como mi consorte era huérfana desde muy temprana edad, el tío Alfonso vio mucho por ellos y por las necesidades lógicas que aquellos infantes tenían al perder a uno de sus padres. La graduación de uno de sus primos, hijo del tío Alfonso, era el motivo de la invitación; se trataba de una de esas reuniones multitudinarias a las que asiste casi una centena de personas, entre familiares y amigos. La verdad es que nunca me han gustado esas fiestas en las que nadie conoce a nadie y uno tiene que ser amable con los demás por obligación, mostrarse interesado por temas que te valen madre y, a la vez, platicar cosas que a los demás también les importa un comino. No obstante, no la desairé y me comprometí a acompañarla. Nos iríamos el sábado y regresaríamos el domingo, pues la hacienda era enorme y muchos de los parientes más cercanos se quedarían a dormir ahí...

 

   Para esas fechas, mis ahorros me habían permitido adquirir un carrito con el que me trasladaba. No era la gran cosa, pero sirvió para llegar. Salimos muy temprano, pues quería aprovechar para disfrutar de la barbacoa Santiago: un restaurancito en la carretera antes de llegar a San Juan del Río en el que la carne se deshace en la boca y las tortillas son hechas a mano, parada obligada de quienes acostumbran a rodar por esa autopista y aseguran que se come la mejor barbacoa del mundo. Poco después de las nueve de la mañana ya estábamos en el lugar. Mi entonces futura esposa siempre ha sido muy rara para la comida; le digo que no parece mexicana, porque no come ni una pizca de chile y no es muy aficionada a las deliciosas garnachas, mismas que para mí representan la verdadera alta cocina de nuestro país. Prefiere las baguetes o chapatas con jamón de pavo y esas cosas, los postres desde luego y cualquier cosa que lleve queso, pero nada condimentado ni mucho menos picante. Por tal motivo, se negó a probar el legendario consomé de chivo de Santiago y sólo aceptó saborear dos tacos y una quesadilla de ese queso de bola tan socorrido en el interior de nuestro país. En contraparte, le entré sin culpa al consomé y hasta siete tacos de maciza, con su limón, sal y mucha salsa roja.

 

   Después del banquete, nos encaminamos a la hacienda, desviándonos por dos o tres caminos secundarios que, por la imposibilidad de ir a alta velocidad, provocaron que tardáramos más en ellos que en todo el trayecto por la autopista desde la ciudad. De reojo admiraba el monumento de mujer que me acompañaba: con una minifalda volada y negra con encajes y una blusa ambarina con pronunciado escote, evidenciaba la falta de brassiere, aunque decidió usar un minúsculo hilo dental también negro que apenas cubría su triángulo del amor y que dejaba su trasero absolutamente al aire. Sus piernas desnudas se sentían tersas cuando, al cambiar de velocidad, aprovechaba para acariciarlas. Algo que siempre me ha gustado de Paty es que no conoce el pudor o se le perdió en algún armario; me gusta levantarle la falda para dejar al descubierto esa deliciosa panocha, pues la mayoría de las veces no usa ropa interior, y nunca hace el mínimo esfuerzo por cubrirse. He hecho el experimento, incluso, de dejarla así, con el coño al aire, para ver cuánto tiempo pasa para que se tape... nunca lo hace. Me agrada intentarlo cuando los limpia-parabrisas se acercan y ella tan campante, brindándoles show de primera fila a aquellos trabajadores de los semáforos quienes, desde luego, se esmeran más tiempo del normal en detallar el vidrio, sin apartar la mirada de la pucha de mi esposa.

 

   Volviendo al viaje, llegamos cerca de la una de la tarde al convivio; un grupo de valet parking nos recibió el coche, informándonos que tenía un costo que no recuerdo. Sólo faltó que Paty pusiera un pie en aquel suelo terroso y empedrado para que me ignorara por completo, dada la asombrosa cantidad de familiares, conocidos y amigos que fue saludando a su paso, con un obligatorio: "Te presento a Eugenio, mi novio", justificando mi presencia a su lado, pero volviendo a los recuerdos de infancia, o a indagar la salud, escolaridad o desarrollo laboral del primo, el sobrino, el tío... Casi media hora de saludos multifamiliares retrasaron la presentación con el tío Alfonso. Su atuendo típicamente ranchero, con botas y traje de caporal, contrastaba curiosamente con sus rasgos puramente europeos, de cabello entrecano que alguna vez fue rubio y unos ojos azules acerados. No hay un parecido tácito, pero siempre me ha recordado a un actor de nombre Jorge Russek, con sus modales mandones y poca cordialidad.

 

   Me estrechó la mano analizándome, como si fuera un caballo en venta y estuviera evaluando si convenía o no agregarlo a su cuadra. Con cierto desdén, me dio la bienvenida, aunque su expresión mostraba que no contaba con su aprobación, algo que preferí atribuir a un acendrado paternalismo, sabiendo la dificultad de que un padre acepte al novio o pretendiente, por lo que me esmeré en ser amable con él. Su hijo llegó momentos después y mi novia lo abrazó con efusividad, felicitándolo por su graduación. La falda era tan corta que, al inclinarse a abrazarlo, varios invitados, el tío y yo pudimos ver el nacimiento de sus nalgas, encima de sus piernas desnudas; los gestos de algunas mujeres mostraban una furiosa desaprobación, en tanto que los hombres buscaban no perderse el espectáculo sin comprometer las miradas ante los demás.

 

   Luego de ese penoso momento, nos ubicamos en el sitio que nos correspondía; el inmenso jardín estaba repleto de mesas con manteles blancos largos y sillas también cubiertas por tela blanca; un cuarteto de cuerdas a quienes nadie ponía atención tocaba música de Vivaldi en una tarima, ensimismados en su ejecución como si brindaran un concierto de cámara en la Ópera de Milán. La gente seguía llegando y la mitad de los asientos seguían desocupados; otros más seguían parados por doquier con copas en las manos y conversando alegremente, en tanto que mi novia intercambiaba saludos con nuestros compañeros de mesa: un par de primos con sus esposas y una joven gorda y fea, que resultó ser la mejor amiga del festejado y que Paty no conocía.

 

   Las horas pasaron entre más música de cámara, una comida muy extranjera que desentonaba con el carácter puramente mexicano del entorno, un mariachi que alegró de golpe los ánimos y un par de discursos pronunciados por el tío Alfonso y el graduado, que evidentemente se le dificultaba hablar en público.  Cerca del ocaso, la mayoría de los invitados ya estaba a medios chiles con tanto alcohol ingerido, incluidos la nalgona y yo que entre vino, cerveza y los digestivos traíamos un cruce muy dicharachero y mareador. En determinado momento, Paty me pidió que sacara a bailar a la obesa amiga de su primo; me negué, pero su insistencia y la conmiseración de que fuera la única mujer que nadie había sacado a danzar desde que el grupo versátil se apoderó de la tarima me convenció. Una sonrisa enorme se dibujó en el rostro de Georgina, así se llamaba, y taloneamos al ritmo de Sergio el Bailador; como mandan los cánones, nos echamos tres rolas antes de regresar a la mesa, con la sorpresa de que mi novia ya no estaba ahí. Supuse que alguien la habría sacado a bailar y, entre tanta gente, pues resultaba difícil ubicarla.

 

   Luego del bailazo, a la gorda se le soltó la lengua, contándome algo relacionado con una afección de hombros a lo que sólo asentía como un autómata, pues mi mente se preguntaba dónde estaría Paty después de veinte minutos de ausencia; para haber ido a bailar ya era mucho tiempo, por lo que me disculpé y caminé por entre los danzantes que repletaban una enorme pista improvisada de tartán y que me miraban con molestia ante el "compermiso" obligado para abrirme paso entre tanta gente. No la divisé por ningún lado y decidí entrar a la casa, para ver si andaba por ahí, pero sólo me topé con las sirvientas y cocineras que se aprestaban a retirar la inmensa cantidad de platos con restos de comida que todavía quedaban en las mesas.

 

   Cuando estaba a punto de regresar, me topé con el graduado, quien me comentó que había visto a mi novia subir al salón de juegos con su papá, indicándome amablemente dónde estaba y asegurándome que podía subir a buscarla. Así lo hice por la curveada escalera que llevaba al segundo piso, recordando las indicaciones del primo, pues la casa era verdaderamente grande. Cuando me aproximaba al sitio donde debía estar el salón, escuché claramente la voz del amor de mi vida, pero no con palabras, sino con gemidos ahogados, como queriéndolos silenciar sin éxito. Me apresuré a la habitación desde donde se escuchaban aquellos pujidos y mi sorpresa fue enorme por lo que presencié al abrir la puerta...

 

   De frente, mi novia tenía la falda subida hasta la cintura, dejando a mi vista su depilado monte de venus, pues el hilo dental simplemente había desaparecido; no estaba precisamente empinada, pero sí inclinada hacia adelante, con sus enormes nalgotas desnudas prácticamente en la cara del tío Alfonso, quien sentado en un mullido sillón, sostenía cada una de las cachas del culo de mi mujer y podría jurar, aunque no lo veía porque el propio cuerpo de ella me lo impedía, que lamía con deleite la raja de la cola de su sobrina...

 

CONTINUARÁ...

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